Donde duermen los Dioses olvidados —Capítulo I Las deidades
Publicado: 12/04/2025
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@Ilustracion generada por IA creada por Adania Nilsen |
Caminamos perdidos y sumisos en el cementerio donde reposan las más hermosas estructuras dedicadas a las deidades que alguna vez gobernaron en la historia de la humanidad conocida de este ciclo. Entre los errantes y una espesa niebla, avanzo con un dolor lacerante en el abdomen, buscando ingenua, con una última brizna de esperanza, alguna divinidad que se apiade de mí y alivie este infierno que se ha apoderado de mi cuerpo. Muchas de las deidades aquí ya han sido completamente olvidadas, la mayoría de las personas ahora solo creen en Axa una inteligencia artificial que lo controla todo, estas simplemente se someten a su voluntad y la utopía que ofrece para no ser consumidos por el desastre ambiental al que íbamos con seguridad. Las deidades están apenas visibles, bajo capas de polvo y vegetación marchita. En cambio, un grupo reducido de ellas aún crece metros y metros de alto cada día.Estoy cansada de vagar sin rumbo, de sentir, de respirar dolor. Mis huesos pesan tanto como si cada paso fuera un castigo y mi alma, lejos de apagarse por el sufrimiento, arde en un fuego que proviene desde el maldito infierno.
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Continúe caminando a pesar del dolor, al adentrarme cada vez más al cementerio las estructuras se veían más deterioradas y corroídas por el paso del tiempo, tras varios metros de seguir, al parecer sin un rumbo específico, me encontré en un sector donde se observan unas torres escalonadas de adobe, parecen edificios de múltiples niveles que se retraen gradualmente, contienen muchas habitaciones y su altura se conforma de una gran cantidad de pisos, como si la edificación buscase llegar al cielo, tal vez quienes las crearon creían en ese momento que era más importante tener la posibilidad de conectar con una deidad de forma física, que su mera y limitada representación humanoide, animal, híbrida o alguna otra denominación que en este momento no esté considerando, no puedo pensar con claridad, apenas puedo respirar por causa del dolor, me adentro en uno de los pasillos que ofrecen estas grandes estructuras, el camino es de tierra, es extraño su color es tan oscuro como el polvillo del carbón, el suelo posee una forma muy irregular, las paredes se vuelven cada vez más estrechas, húmedas, llenas de moho y de insectos, la oscuridad es tan densa que hasta parece comerse mi cuerpo desgarrándolo pedazo a pedazo como un caníbal, ¿cuán miserable y deseosa de la muerte debo sentirme?, anhelo el descanso eterno tanto como los hombres han jugado a ser dios, siento una gran decepción, ya que no tengo el coraje suficiente de solo dejarme caer para que el cementerio me sepulte al fin en el olvido, deseo torpemente cumplir una especie propósito antes de marcharme este mundo, es algo que he guardado en secreto, solo mi Dios está en conocimiento de ello, irónicamente él no se presenta para ayudarme a pesar de rogarle ahogada en llanto y sangre.
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Ahora me arrastro como un insecto de seis patas largas, espinosas, deformada y rota, por un pasillo sin fin cubierto de podredumbre. Las paredes, como entrañas corrompidas, se encogen a cada metro, obligándome a forzar mi cuerpo hacia alguna salida entre sombras y polvo sagrado. A lo lejos, los sonidos se entremezclan como letanías rotas: llantos breves, rezos olvidados, gritos que parecen salir del corazón mismo del abismo. Hay murmullos también… cientos, miles de voces que susurran en un idioma que mi alma recuerda, pero no soy capaz de traducir. El latido en mi pecho me golpea, como un dios colérico, al borde del colapso. Sé que soy una criatura obstinada y condenada. Pero es esa necedad la que me impulsa a seguir arrastrándome sobre tierra árida y vegetación muerta. Todo huele a sangre… una sangre antigua, casi sagrada. Y ese olor… ese olor solo se hace más fuerte.
@Ilustracion generada por IA creada por Adania Nilsen De pronto, una brisa apenas perceptible me acaricia el rostro como si el lugar mismo fuese una criatura viviente, susurrando una especie de sabiduría ancestral. A lo lejos, el pasillo parece extinguirse, transformándose en un sector nuevo, saturado de esculturas deformes, levantadas con piedra, granito, caliza, mármol, bronce ennegrecido, marfil amarillento, arcilla resquebrajada, obsidiana agrietada… Una madera que expulsa un líquido viscoso y metales que reflejan una luz enferma. Oro, plata… o algo que solía serlo.
Las primeras figuras están cubiertas de polvo rancio y de enredaderas escarlatas que se enroscan como vísceras expuestas. Algunas sostienen sobre sus pies flores frescas, absurdamente vivas y hermosas en contraste con todo el lugar, como si alguien aún les rindiera un especial culto. Arrastro mis pies —ya ajenos a mí— con un dolor constante en el abdomen que me mantiene sumergida en esta necedad trastornada. El suelo parece un campo de obstáculos malditos.
En medio del hedor y la asquerosa humedad que se adhiere hasta los huesos, veo restos de rituales sagrados: incienso, aún encendido, sangre fresca, animales de ofrenda, cuerpos pequeños… demasiado pequeños, son humanos. Todos parecen haber sido puestos allí con meticulosa reverencia. Artefactos rituales, figuras de maderas talladas por esclavos de la fe. En este momento se esfumó el último atisbo del sentido de la lógica. Solo existe esta procesión de dioses muertos… o durmientes… hambrientos. Creo que, a pesar de lo insondables que pueden llegar a ser, solo cuando la fragmentada y débil humanidad creía en ellos, les otorgamos un poder de peligroso control absoluto sobre nosotros.
Siento que el aire mismo se pudre en mis pulmones. Y, aun así… sigo caminando, a veces me arrastro como un pobre animal desgarrado huyendo de su depredador.
Tomo una gran bocanada de aire sosteniendo mi abdomen para que este no se abra, logro ponerme de pie de forma intermitente con dificultad, estoy empapada en un sudor repugnante. Llevo tanto tiempo sintiendo este dolor, que ya he perdido cualquier sentido de orientación, el pasillo de esculturas qué observo en este momento es de estatuas un poco más pequeñas, tal vez del tamaño de una persona, no son como las que se encuentran en la entrada del cementerio, de esas que no paran de crecer.Hay de tantas formas que no puedo determinar claramente de donde proviene cada una. Este lugar parece ser de tiempos muy antiguos, quizás desde tiempos en que pueblos enteros que entregaban a sus recién nacidos a la hoguera de un dios, a cambio de ellos pedían riquezas y poder.
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El cielo rojo ahora parece aclarar por la posición elevada de la luna llena, un suave rocío con olor a lirio comienza a caer, en este momento el agua me parece algo sanador, tal vez porque logra despertarme un poco del aturdimiento, estoy caminando por el primer pasillo que encontré, dejando atrás a algunas personas que estaban de rodillas en una especie de estatuilla de arcilla de una virgen morena cubierta de flores de caléndula, cirios, frutas y café. He recorrido varios metros acercándome al final, justo antes de llegar a una esquina para girar y cambiar de dirección se encuentra una casa improvisada, diseñada como para una persona de baja estatura, fuera de la casa hay huesos amarrados con soga colgando del techo y en las ventanas, algunos cráneos, conchas marinas, símbolos indescifrables dibujados sobre las paredes, afuera de la casa frente a la segunda ventana veo un gran altar, me acerco lentamente, pero justo antes de avanzar para observar más de cerca, algo inmenso me toma por la cintura desde la sombra, mientras yo, aun de espaldas, apenas alcanzo a respirar. No hay violencia en su gesto, solo una fuerza inevitable que me arranca del suelo con la delicadeza de un presagio. Me arrastra hacia su centro como si el tiempo hubiese cedido al fin, y en medio de todo —la noche, la niebla, los susurros de piedra— el mundo calla. Un silencio primigenio lo cubre todo, y por primera vez desde que, camino entre tumbas, me siento a salvo. Mis párpados se rinden como un velo húmedo, mis miembros ceden al agotamiento. A través de una visión enturbiada por el cansancio y la entrega, distingo sus pies: negros, firmes y curvados, como los de un macho cabrío surgido del corazón del abismo. Él arde. No como el fuego, sino como aquello que existe antes de la llama. Sostiene tiernamente mi estómago y cierra mis carnes para que no se derramen mis entrañas con tan solo tocarme. Sus manos son tan grandes, de garras afiladas, cubiertas de pelo negro, grueso y abundante, que me disuelvo en su presencia, como ceniza arrastrada por un soplo divino. Su cuerpo me atrae sin resistencia, directo a su pecho firme, vasto como el tronco de un roble ancestral. Sus brazos, duros como la sentencia de un dios antiguo, me envuelven en una quietud sepulcral. Y por un instante… hay paz. Con el último hilo de conciencia, alzo la mirada —esto es el fin—. Dos grandes cuernos se recortan contra la penumbra sobre su cabeza coronada por la noche misma. —Me rindo— susurro, mientras mi cuerpo cede, y mi alma cae, disuelta, en su abrazo, sin retorno.
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Continuará…
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