PAÍS DE LOS SÚBDITOS - Capítulo Evangelio de la Luz Enferma
Publicado: 08/04/2025
El tiempo se ha disuelto en esta prisión de luz.Ignoro si me vigila el alba o si aún gotea la noche en los rincones donde no me está permitido mirar.Aquí, las lámparas no descansan; su resplandor perpetuo profana toda noción de hora, de latido, de destino.Las criaturas a mi alrededor —devotas del consumo sin fin— se arrastran con frenesí mecánico, atrapadas en un bucle sin sueño ni vigilia, como si el insomnio fuera su única oración.Este templo blanco no ofrece tregua. Su arquitectura infinita me grita que el infierno no está abajo… sino arriba.El edificio no tiene fin. Treinta pisos o tal vez el infinito, una estructura vertical que se yergue como una Torre de Babel invertida, cuya blasfemia no intenta alcanzar a Dios, sino sepultarse en el abismo.Desde mi nivel, los pisos inferiores desaparecen bajo una niebla blanca y espesa, como vapor de cadáveres.No poseo recuerdos anteriores a este lugar.Mi única maldita certeza es esta: no hay salida.
Los fieles del templo se han convertido en mártires del deseo.Repiten el ciclo sin descanso, visitando tienda tras tienda, ofreciendo sus almas a vitrinas llenas, pero al fin y al cabo realmente vacías.¿Buscan un objeto? ¿Una redención? ¿Una identidad?Quizás solo anhelan sentir algo —aunque sea dolor— para llenar esos cuerpos vacíos y vencidos.Las transacciones son sus oraciones.Las filas interminables, sus procesiones.¿Estoy en un purgatorio consumista?¿O en el infierno personal que yo misma construí por amar con codicia lo que creía me haría brillar por siempre?Nadie asciende libremente por los pisos.Todo está ordenado en una jerarquía impía: escaleras eléctricas como serpientes sin destino, promesas incumplidas que solo conducen al mismo punto de partida.Se murmura que en el piso 30 existe una salida.Un único ser, dicen los garabatos sangrientos en los subterráneos, logró cruzarla.Pero nadie recuerda su rostro ni su nombre.El aire está cargado de un hedor indecible.Sudor, madera, naranjos, canela, perfume de lujo y carne en descomposición.Todo está absurdamente iluminado, pero el alma del lugar es lúgubre.Algunas tiendas esconden niveles subterráneos donde los supuestos humanos hacen filas infinitas por semanas, meses o años esperando probar un producto cuyo nombre ya han olvidado.Yo no he comprado nada.No puedo.No quiero pertenecer.
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@Imagen generada por IA por Adania Nilsen |
Camino por el pasillo central buscando una grieta, una rajadura, una ventana, una fractura en la geometría maldita de este lugar.
No hay nada.
Solo más corredores, más luces, más vacío.
He perdido la cuenta de los días.
Hoy podría ser el día 73.
Llevo trece horas caminando sin detenerme.
Mis pasos no hacen eco.
El suelo está hecho de una sustancia blanca que devora todo: sonido, memoria, esperanza.
El cielo es blanco.
Las paredes, también.
El aire… el aire es negro, como una grasa espiritual colándose, envolviendo los pulmones.
Observo mis manos; se retrasan al moverse.
Quedan suspendidas, atrapadas en un tiempo que se descomponía.
¿Estoy enferma? ¿Drogada? ¿Es un sueño? ¿O tal vez… muerta?
Todo gira.
Me acomodo el cabello.
Me muerdo los labios.
Debo parecer una de ellos.
Debo fingir que no tengo alma.
Ellos no hablan.
No sienten.
Tropiezan entre sí y siguen caminando como si el resto no existiera.
Sus ojos están cubiertos por una tela blanca translúcida.
Sus labios son amoratados.
No parpadean.
Son solo piel, solo forma, solo repetición.
Y entonces, el pitido.
Esa maldición aguda y constante en mis oídos.
Y ocurre.
Un hombre —de rasgos orientales, traje oscuro— se desploma a mis pies.
Cae como si hubiesen arrancado su alma con una especie de control remoto.
Sus ojos siguen abiertos, pero ya no queda nada humano en ellos.
—¿Soy acaso la única que ve lo que está pasando?
Nadie se detiene.
Nadie lo nota.
Desde el fondo del pasillo aparecen tres figuras.
Altas, pálidas, herméticas.
Sus cabellos largos rozan el suelo.
Llevan túnicas negras.
No caminan; parecen flotar.
Uno de ellos patea el cuerpo con la punta de su lujoso zapato. El otro asiente.
Lo levantan. Se lo llevan.
El primero los guía como un pastor impío.
Y yo los sigo.
Como una estúpida con esperanzas, dispuesta a hacer lo necesario para librarme de este infierno.
Tal vez lo lleven afuera.
Quizás esta sea la única forma de hallar una salida.
Pero lo que encuentro… es un rito.
Un majestuoso salón se abre ante mí.
Un teatro antiguo, un templo profano.
Una catedral de butacas ocupadas por figuras idénticas, todas con túnicas negras y rostros ocultos tras máscaras blancas.
El escenario está iluminado por una luz azul enfermiza.
Colocan al hombre en el centro, sobre una estructura ceremonial de mármol blanco.
Una ofrenda viva.
Un sacrificio más.
Desde las sombras emerge un sacerdote aterradoramente alto, imposible, desproporcionado.
No es humano, no puede serlo.
Su voz no emerge desde la garganta, sino que resbala desde lo profundo de su caja torácica, como si cada sílaba fuera expulsada por un órgano ancestral y húmedo.
Un siseo gutural tejido con ecos de piedras antiguas y crujidos de piel endurecida.
Sus palabras vibran, no se articulan.
Cruzan el espacio como impulsos eléctricos, húmedos, viscosos, cargados de una voluntad superior que no necesita ser comprendida para imponer obediencia.
Dos sombras humanoides lo acompañan.
Desnudan al hombre.
Lo ungen con una sustancia que parece sangre.
Lo atan.
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@Imagen generada por IA por Adania Nilsen |
Pero no eran voces humanas…
Era un lenguaje hecho de escamas y saliva.
Un murmullo húmedo que vibraba desde las entrañas del mundo.
Como si las cuevas más antiguas del universo
hubieran comenzado a susurrar su furia contenida.Ellos se balanceaban al ritmo de sus propios pulsos.
Y cada sonido que emitían parecía tallado
con dientes en carne viva.
Guturales, quebrados, primitivos.El canto no buscaba melodía.
Si no dominación.Sus voces se entrelazaban como serpientes en celo.
Invocando fuerzas que dormían bajo las capas del tiempo.Era un idioma sin vocales, sin aire.
Compuesto de silbidos arrastrados.
Clics oscuros y vibraciones que no viajaban por el oído.
Si no por la médula.Yo lo escuchaba…
Y dentro de mí algo se rompía.
Como si mi sangre recordara algo que mi mente había olvidado.La ceremonia ha comenzado.
Y yo soy testigo.
Soy una intrusa.
—¿O ya soy cómplice?No sé qué harán con él.
Pero recuerdo algo.En el día 66, en los subterráneos de la tienda olvidada, alguien había escrito con uñas y sangre:
“PAÍS DE LOS SÚBDITOS”.
NO BUSQUES.
NO HAY SALIDA.Cierro mis ojos.
El canto continúa.
Tal vez… ya no despierte.
Una sátira oscura sobre el culto moderno del consumo por Adania Nilsen
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