Donde duermen los dioses olvidados —Capítulo II: El Pacto

Publicado: 19/04/2025


@Ilustracion generada por IA Adania Nilsen 


Floto en un espacio sin forma, envuelto en una oscuridad tibia, donde el silencio y la paz se entrelazan como amantes antiguos. Mi dolor, ese huésped persistente, comienza a disolverse, como si la penumbra misma lo absorbiera. Ya no siento el frío despiadado que solía habitar mis huesos. —¿Dónde estoy? — susurro en mi mente, pero la pregunta se pierde, desvanecida en el eco de lo eterno. Mi alma, arrastrada por hilos invisibles, regresa a este plano. Sus brazos me rodean —cálidos, vivos—, como si alguna fuerza divina me reclamara sin juicio. Mi cabeza reposa sobre su hombro, y una de sus manos acaricia con ternura mi cabello marchito; la otra me mantiene contra su pecho, firme y sagrado, como si temiera que el mundo volviera a arrebatarnos. Estamos sobre una base ceremonial, en el corazón del pasillo de las deidades, donde todas las figuras permanecen inmóviles, testigos eternos de este momento que no me pertenece del todo.

Su canto sagrado vibra en el aire; una frecuencia que no es sonido, sino temblor puro que recorre mi piel y me despierta. Siento cómo el dolor retrocede, cómo se abren grietas en mi carne por donde escapa la pena. Él se apiada de mí, sin conocerme, sin exigirme devoción, ni ofrendas, ni plegarias —al menos en esta vida. No sé su nombre. Solo sé que siento amor. Una calma profunda me arrulla, y en la quietud de esta noche eterna, aguardo, rendida, la sagrada sanación de un dios que eligió escucharme. Al volver a la conciencia, alzo la mirada hacia su rostro. Sus ojos son pozos insondables, dos orbes de negrura absoluta donde el universo parece haber olvidado la luz. Los cuernos que surgen de su cráneo se elevan como columnas antiguas, desafiando al firmamento, tocando con su sombra los hilos del tiempo. Tomo su rostro con una delicadeza reverencial, como quien toca el rostro de un dios moribundo o de un recuerdo que sangra. Mis dedos tiemblan con solemnidad ritual. Acercando mis labios a los suyos, lo beso con una devoción que arde —no de deseo carnal, sino de fuego espiritual, de unión sagrada entre carne y abismo. Él me presiona contra su boca, y por un instante, no existe cuerpo ni alma, solo la combustión perfecta del pacto sellado. Mi cuerpo arde como antorcha consagrada, y su aliento, tormenta ancestral, me atraviesa como un trueno lento.

 
@Ilustracion generada por IA Adania Nilsen 

Nos separamos.

En sus labios queda la marca de lo eterno, un eco que no muere, y en su rostro… una sonrisa casi imperceptible, como si ya supiera que no habría retorno. Toma mi mano y la besa con una ternura tan profunda que desgarra. Entonces su piel comienza a endurecerse. La carne cede al destino: piedra viva, estatua sagrada sellada en el umbral de lo invisible.

Desde sus grietas emana un fulgor oscuro, un aliento ancestral que fluye hacia el abismo perpetuo, alimentando lo innombrable, lo velado, lo divino y terrible. Es un sacrificio, una consagración.

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—Lo único eterno es el vacío —resuena su voz en mi mente, no como un susurro, sino como un veredicto que resquebraja la realidad—. Y lo constante… el sufrimiento: sangre primordial, alimento de los tronos de este mundo.

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