La torre y la tormenta.
Publicado: 15/04/2025
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La tormenta rugía con furia, el frío calaba mis huesos y mis extremidades amoratadas apenas respondían. Nos refugiábamos en la torre, una construcción de piedra ubicada al borde del mar. El viento golpeaba las paredes como si un nephilim dotado de una fuerza colérica y divina nos lanzara rocas feroces contra la torre. No existe puerta, rendija ni grieta en esta prisión de pesadilla por la cual escapar, solo la certeza sofocante de que estamos cautivos.Mi hermana yacía atrapada en una escena detenida, como si el tiempo hubiese olvidado avanzar en aquella habitación saturada de silencio. Su camisón blanco, bordado de abundantes encajes que parecían insectos dormidos, se aferraban de forma miserable a su piel ya casi inerte. Su cabello, negro como la tinta derramada sobre un libro antiguo, se deslizaba en espirales sobre la almohada, formando símbolos que nadie podría traducir. Sus manos, entrelazadas con una delicadeza casi teatral sobre su abdomen, sostenían no solo el dolor, sino algo más… que solo una espera impasible. A su lado, un hombre de aspecto señorial —o tal vez una estatua que creía ser un hombre— murmuraba plegarias absurdas que no tenían principio ni fin. Su mirada era un espejo deformado de mi angustia, un reflejo que me observaba desde fuera, recordándome que quizás ya ninguno de los dos estaba realmente allí.
@Ilustración generada por IA Adania Nilsen |
Me deslicé hasta el borde de la cama, sintiendo que cada paso quebraba una ley no escrita del tiempo. Al asomarme al ventanal, el mar —despierto, delirante— se alzaba como una criatura ancestral, con olas que aullaban en un idioma anterior a la razón. La marea ascendía sin tregua, como si buscara devorar los últimos vestigios de cordura. Y entonces, el océano lo cubrió todo. La torre quedó sumergida bajo un abismo líquido… pero el agua, con una obediencia antinatural, no osó cruzar el umbral. Como si supiera que lo que allí habitaba era aún más antiguo y temible que ella.
Quizás el mar no es más que el pecado viscoso y repugnante que llevamos dentro. Si había algo que se agitaba con furia, no era el agua, sino ella… gritando, desgarrándose, clamando ayuda para escapar de esta prisión, la misma que se materializa en carne y hueso, que pesa, que envejece, que se pudre, que duele.
El mar se extendía en un gris moribundo, como la cúpula mortal que cubre el mundo. El frío —tenaz, implacable— se había transformado en un factor condenatorio. Quizás todo aquello ocurría porque, en lo más profundo, ya me había rendido. No al dolor, sino a la idea de que merecíamos ser salvados. Esperaba que las aguas, con su juicio silencioso, pusieran fin al suplicio de quienes ya no imploraban a sus dioses, exhaustos de no recibir respuesta. Y, sin embargo, la torre —orgullosa, imperturbable— seguía erguida. Su ventanal, como un ojo desafiante, resistía con dignidad la furia del dios del mar. Como si supiera que el olvido era una gracia que aún no se nos concedía.
“Quisiera tomar tu mano, oh hermana mía, y susurrarte fácilmente que nada es más calmo que lo que nos espera allá de esta pesada cárcel de carne y huesos, nos aguarda el sagrado olvido sin dolor, la paz eterna de la inexistencia tras el umbral final.” Pero tú —oh, alma terca— sigues aferrada a las sobras que te deja este mundo esclavizado. Amas, sin lógica ni salvación, los despojos que este universo enfermo deja caer desde su mesa de hierro. Somos insectos autómatas, chirriando en la palma de la mano de un dios burlonamente dormido… y tú te aferras porque aún crees que él sueña contigo.
No sé si nos quede otra noche.
Si desaparecemos en la tempestad, quiero que el mundo sepa que estuvimos aquí, que mi hermana era una creyente y vivió para servir desinteresadamente porque aún tenía una ingenua fe en todos ustedes.
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