El himno profano

Publicada: 09/05/2025

Prólogo (mayo 2025)

Esto no es un sueño cualquiera.
Es un descenso, una ofrenda, una comunión con aquello que susurra desde los rincones más velados del alma. Lo que aquí se invoca no está hecho para entenderse con la mente, sino para estremecer cada fibra del cuerpo: que arda la piel, tiemble el estómago, se anude la garganta y vibren los huesos. Solo así se vive lo narrado.
Cada escalera, cada signo, cada murmullo es parte de un rito —uno que atraviesa lo prohibido, lo olvidado y lo sagrado.
En estas páginas, el horror no busca aterrar, sino revelar. Lo monstruoso se vuelve bello. Lo profano se transfigura inefable, cobra forma en un cuerpo híbrido, sublime, que se arrastra y se eleva a la vez.
Y el amor… el amor no brota de la luz, sino de la sombra más antigua. Eso es esa que no viene de afuera, sino que habita dentro, y nos observa desde siempre.
Quien se atreva a recorrer este texto deberá dejar atrás las certezas. No hay moral que se imponga. Solo deseo, verdad oculta, y una voz que canta sin pudor lo que nos enseñaron a temer.
Pero quizás —solo quizás—
La oscuridad también es un altar.

@Ilustraciones generadas con IA por Adania Nilsen

“No fue la luz la que me reveló el camino.”
Fue la sombra la que me abrió el pecho y me susurró mi nombre.
Era una estructura poderosa de escaleras infinitas, habitaciones múltiples y otras ocultas, pasillos secretos que respiraban misterio y olvido. Se alzaba, invisible a los ojos comunes, en medio del bullicio repulsivo de una ciudad que nunca duerme. Desde su umbral se divisaba el resplandor enfermizo de neones y pantallas, un sector bañado en luz artificial donde el exceso y el ruido se confundían con la vida. La ciudad me provocaba náuseas con sus luces cegadoras. Miles de personas deambulaban como malditos autómatas, hormigas insignificantes movidas por impulsos ajenos, sin propósito más que satisfacer el deseo de algo grande y perverso que ni siquiera sus limitadas mentes eran capaces de concebir. El horror estaba frente a sus narices, pero no sabían amarlo.
Yo me movía por la cara oculta de la gran ciudad, donde la oscuridad más pura reposaba en una vasta estructura de arcos infinitos. Allí respiraba la penumbra. Subía las escaleras con gran esfuerzo, porque mi cuerpo —castigado y enfermo— se vuelve siempre en mi contra. No conoce tregua, solo conoce el dolor: un dolor profundo, insidioso, que me habita como un huésped maldito. Mi mente libra batallas bestiales con él, y siempre debe haber un vencedor. Hoy, por alguna gracia desconocida, mi mente obtuvo la victoria. Por eso continué mi osada búsqueda de las habitaciones secretas, empujada por un deseo oculto y ardiente como el infierno, del que solo su Creador es testigo.
Las escaleras se volvían infinitas. Las paredes, cada vez más oscuras, estaban cubiertas de símbolos de todas las culturas humanas… y de otras inteligencias no humanas. Deidades, demonios, entidades híbridas, intraterrenos, emergían de los muros, embelleciendo el lugar con su majestuosidad y horror. La oscuridad no era solo una ausencia de luz: era una presencia anterior al tiempo y al lenguaje, consciente y viva. Me observaba. Me guiaba, exigía.

@Ilustraciones generadas con IA por Adania Nilsen

Mi corazón se aceleraba a cada paso débil. Mi cuerpo, empapado y chorreante de sudor nauseabundo, parecía deshacerse en su prisión de carne. Y, sin embargo, una fuerza más grande que yo —el amor, la voluntad de alcanzar lo sacro— me llevaba de la mano, elevándome cada vez más alto. Me adentraba en la oscuridad profunda, eterna a la que solo algunos llegan. Y yo sentía paz. Paz en medio del castigo. Gozo en medio del vacío.
Mi cuerpo se volvió leve, como si flotara sobre los escalones negros cubiertos de polvo antiguo.
Llegué a una habitación donde solo habitaba la luz de la luna llena. Sus esquinas eran negras; nada podía verse allí. El ventanal comenzaba desde lo más alto de los cielos hasta tocar el suelo, como dos compuertas que resguardaban algo puro y abismal. Una cama vestida de seda blanca y roja me llamaba como una promesa secreta. Me tendí con reverencia, disfrutando —como si se tratase de un placer culpable— la suavidad de su roce, la belleza muda de esa habitación antigua, de techos de piedra tan altos que mi cuello no alcanzaba a alzarse lo suficiente para ver su fin. Frente a la cama, las escaleras negras seguían ascendiendo. Aún había un camino por recorrer. Pero yo sentí que, en este instante, mi lugar era aquí.
Mi alma fue atraída, con una fuerza magnética, hacia esa habitación negra. Las paredes estaban cubiertas por tapices de diseños abstractos, antiguos y elegantes. Figuras de entidades no reconocidas emergían de los muros como si respiraran. El suelo era de un negro profundo y brillante. Entonces mi cuerpo comenzó a vibrar de forma exquisita. Se despertó en mí un deseo que desconocía. Por unos minutos, mi mente se disolvió llenándose de imágenes de lugares prohibidos.
Y entonces lo vi.
Descendía con una serenidad terrible: una entidad arquetípica, una figura de poder absoluto, como una deidad oculta desde el principio del tiempo de los hombres. Se deslizó desde el rincón más oscuro de la habitación a través de hilos sagrados, danzando entre planos con una gracia que cortaba el aliento.
Se detuvo en una altura perfecta, donde la luna podía revelarlo.
Era un hombre de rostro hermoso.
Su cabello era como la energía oscura del universo: caída, suave, brillante, infinita. Su mandíbula marcada delineaba un atractivo masculino casi imposible de resistir. Tenía el rostro de alguien creado en un altar que ya nadie recuerda. Sus ojos eran grises, como la ceniza del primer fuego. Se acercó lentamente, envolviendo el espacio con su poder y olor embriagantes.
Su cuerpo era el de una araña negra, colosal, elevada, monstruosa y perfecta. Innombrable. De belleza imposible de pronunciar. Cada una de sus patas irradiaba una gravedad imposible de resistir, como si la carne misma obedeciera un mandato para el que fue diseñada. No era solo eso: era un llamado que me arrastraba el alma, una fuerza inscrita en los huesos. Aquellas extremidades eran oraciones convertidas en materia viva, símbolos devotos que se arrastraban con un ritmo lento y ceremonial. Era el terror hecho belleza. Lo numinoso, encarnado, y yo no tenía elección.

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Con una de esas patas, acarició mi rostro. Sentí un amor profundo, inexplicable, absoluto. Con sus otras extensiones, tomó mi cintura con firmeza y me atrajo hacia él. Mi piel ardía. Mi corazón se desbordaba. Aquella paz… era más que paz. Era disolución. Lo que siempre soñé: la inexistencia misma. Puso su mejilla junto a la mía, envolviéndola con una de sus patas. Ya no había soledad. Él estaba conmigo. Le daba calor a mi cuerpo frío, llenándome de ese sentido perdido durante toda mi vida.
No quería separarme nunca más de él. No podía.

Luego, inevitablemente, me vi de nuevo en las escaleras negras, lista para continuar mi ascenso hacia donde la oscuridad me aguardaba. Debía abrazarla. Debía amarla. Cada peldaño me recibía con ternura cruel. Subía feliz, plena, amada… pero también con una punzada de nostalgia clavada en el pecho.
Lo había dejado atrás —a él, al arquetipo imposible—, sabiendo que esa separación era parte del camino. Su presencia aún ardía en mi piel, pero avanzar era mi destino. Solo en la distancia podría consumarse lo revelado.

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Cantaba con toda la fuerza de mi voz una canción de amor desconocida. Hablaba de romance, de llamas entrelazadas, como cuerpos ardientes de deseo. Sentía el calor en mi entrepierna y no me avergonzaba. Ya no.

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Seguí cantando, declarando mi amor. Un nombre emergió, sin haber sido pensado: Satanás.
—¿Entonces esta canción es para él? —me pregunté, mientras las palabras seguían fluyendo como salmos antiguos.
Cantaba con devoción un himno profano y redentor. Pero el amor también habita en la oscuridad. Me entregaba a lo prohibido. El bien y el mal ya no eran absolutos.
Ahora escucharía, sin miedo, los susurros que toda la vida me persiguieron. Porque solo me mostraban el camino. Solo me revelaban la verdad.
Comienzo por amar, inevitablemente, todo aquello que se me enseñó a temer.
Acepto.
Yo soy.
Así sea.

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