Liturgia de un dios herido

 Publicado: 23/05/2025

Su rostro se ve lleno de ira. 

@Ilustraciones generadas con IA por creaciones de Adania Nilsen

Sus pasos no caminan: profanan.

El suelo tiembla como si temiese olvidarlo.

Como si la tierra misma debiera arrodillarse ante su furia contenida.

No busca ser visto: exige ser recordado por las cicatrices que deja al pasar.

Pero en su interior no hay trono ni gloria.

Solo un desierto donde fragmentos punzantes de su alma

duermen como cuchillas rotas sobre la ceniza de lo que fue.

Cada día esas esquirlas se cierran más.

Abrazándolo desde dentro con la ternura cruel de una devoción enferma.

Cada vez que se mueve.

Que respira.

Que recuerda.

Una clavada —invisible, precisa, ritual—

Le atraviesa el corazón como un conjuro que nunca cesa.

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No imita al lobo: lo devora desde dentro.

Su boca espuma con una rabia ancestral.

Como si hubiera mordido el corazón mismo de la noche.

Y cada exhalación fuera un aliento ígneo

que arrastra residuos de mundos que jamás debieron existir.

 

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Su mente, fracturada y peligrosa.

La sella él mismo en rituales silenciosos.

Envolviéndola en láminas de aluminio profano.

Como si pudiera encerrar los demonios que la habitan.

No hay más espacio en su cráneo.

Todo pensamiento es veneno.

Toda memoria es una trampa activa

que sangra desde adentro.

 

Sus alas fueron arrancadas con violencia. Por eso no recuerda haber volado.

 

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A veces lo veo en sueños, desde la distancia.

Vuelve a su forma original, aquella que no sabía del dolor ni del exilio.

Cuando la inocencia aún habitaba su pecho como una criatura dormida.

Pero ya no queda nada de eso.

 

Ahora, con patas de chivo, golpea con furia la tierra.

Levantando incluso las raíces del subsuelo.

Deja su marca en todos los caminos.

Como si pudiera tatuar la existencia misma con su desgarro.

 

Hay momentos breves en que se quiebra.

Su pecho queda expuesto.

Y avergonzado baja la cabeza.

Como si pudiera ocultar su culpa.

Pero el odio es más fuerte.

Le ha otorgado una armadura oscura, casi sagrada.

Que justifica sus batallas.

Al menos, esa es su convicción.

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Ignora que su cuerpo está conectado a una máquina.

No ve los códigos que gotean desde el cielo como oraciones invertidas.

Todo ha sido reseteado: recuerdos, lenguaje, razón.

La fuerza invisible que alguna vez sostuvo las partículas de su cuerpo

ha sido corrompida.

Lo que antes era enlace molecular ahora es núcleo visceral del caos.

 

Y, sin embargo, para destruir esa urdimbre —la red sagrada que mantiene la materia unida—

No basta la rabia, ni el fuego.

Haría falta un verso prohibido.

Pronunciado en una lengua muerta antes del tiempo.

Una palabra tan antigua que ni los dioses la recuerdan.

Una grieta en la realidad misma.

  

Pero en ti ha recaído la maldición.

Fuiste tú quien la pronunció sin saberlo.

 

Has invocado la desintegración sagrada de tu forma.

Pero golpeaste las puertas del falso infierno como una bestia hambrienta.

Y tus risas macabras no son más que confesiones huecas de lo que perdiste.

Solo queda el vacío, la miseria.

Y un eco que vaga por el astral.

Buscando una verdad que ya no existe.

 

La catarsis destruyó tu mundo.

Y desde lo más profundo brotó música, dolor, sangre.

 

Ahora cantas a través de tus heridas.

Y en ese canto arde un poder inhumano.

Te golpeas la espalda, sacudes tu cuerpo.

Como quien se obliga a recordar:

Sigues aquí.

 

Pero la poesía se ha esfumado.

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Solo quedan gruñidos de horror.

Como el lenguaje primitivo de un dios herido.

 

Y el polvo estelar —ese que alguna vez fue promesa de origen—

Ahora es solo carboncillo.

La ceniza que deja el incendio eterno en el que respiras.

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