Mi otra vida
Publicado: 02/05/2025
Era difícil distinguir el cielo; solo podía ver una rendija delgada en lo alto de la puerta.
Las paredes grises y agrietadas eran todo lo que me envolvía.
La ventana, con barrotes gruesos, no era más que un agujero mezquino que apenas dejaba respirar.
La única puerta de la habitación era de hierro macizo: pesada, oxidada, oscura.
Expelía un hedor a óxido rancio, sudor seco y sangre vieja, como si cada molécula de metal hubiera sido forjada en el dolor.
Medía al menos tres metros de altura.
Y justo en lo más alto de esa mole herrumbrosa, había una abertura por la que cada mañana, como un rito profano, se asomaban sus ojos.
Eran abominables.
La esclerótica estaba inyectada en sangre, surcada por venas hinchadas que palpitaban como gusanos rojos y enfermos.
El iris, de un amarillo animal, parecía brillar desde un mundo al que ya no pertenecía lo humano.
Sus pupilas, siempre dilatadas, se abrían como pozos oscuros que jamás parpadeaban.
No eran ojos: eran bocas visuales, fauces que devoraban sin tocar.
Eran los ojos de algo que había olvidado cómo dolía sentir.
Y cuando me miraban, yo dejaba de existir.
Solo era carne expectante, suspendida en el abismo fragmentario.
A través de esa abertura sabía si era de día o de noche.
La ventana estaba cubierta por una tela negra y sucia.
Mi abrigo era un trozo de saco y una manta dura que apestaba a humedad.
Llovía.
El cielo estallaba en luces enceguecedoras.
Mi cuerpo se acurrucaba instintivamente, temblando como un animal acorralado.
Ni el llanto ni los gritos traían ayuda.
Aprendí a vivir con el miedo como quien se familiariza con su propia enfermedad.
Pero no era solo miedo lo que sentía.
Era algo más hondo. Algo sagrado y cruel.
Vivía enterrada en una catacumba viva.
El frío me atravesaba los huesos como si quisiese quebrarlos uno a uno.
Mi piel —amoratada, agrietada, sangrante— era el único espejo de lo que vivía.
El hambre me desgarraba a intervalos irregulares, como si obedeciera a una lógica divina.
Pero nada, nada era comparable con el dolor que nacía de su presencia.
Cada vez que se acercaba, mi cuerpo estallaba en un fuego nervioso y punzante.
El miedo se manifestaba como un látigo interior.
Mis músculos se contraían.
El aire se volvía espeso.
Y mi piel ardía como si una lluvia de agujas invisibles me perforara centímetro a centímetro.
El sudor me cubría en segundos, pegajoso, ácido, nauseabundo.
El dolor en mi piel no era un síntoma.
Era el grito silencioso de mi cuerpo anunciando la llegada del monstruo.
Él marchaba sagradamente cada día a las seis de la mañana.
Escuchaba su manojo de llaves tintinear como campanas funerarias.
Sus pasos metálicos retumbaban por el corredor como si una criatura infernal recorriera un templo maldito.
Nunca supe cuántos otros seres estaban allí conmigo.
Solo escuchaba murmullos húmedos, como rezos ahogados.
De vez en cuando arrojaba un plato a través de la rendija.
Una pasta viscosa, gris, con olor a leche podrida.
La comía como si fuera la última ofrenda de los dioses.
Ya no recuerdo el mundo.
Solo veo un fragmento de cielo.
Y sueño con volver a ese lugar cálido del que fui arrancada.
Una madrugada, tras cuatro años de encierro, reuní el poco aliento que quedaba en mi cuerpo.
Mientras su sombra pasaba por la rendija, le hablé entre llanto, saliva y mocos.
—Papá… por favor… déjame salir.
La puerta se abrió con un chirrido oxidado que desgarró el aire.
Yo, de rodillas, con la frente contra el suelo áspero y frío, rogaba, suplicaba…
Entonces lo sentí.
Un estruendo.
Y algo cálido escurrió por mi cabeza.
Por primera vez, sentí calor.
Y calma.
Una paz luminosa.
Mi cuerpo comenzó a flotar hacia un lugar hermoso.
Entonces, cerré los ojos.
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