Sursee 1565 – Parte I
Publicado: 23/05/2025
@Ilustraciones generadas con IA creadas por Adania Nilsen |
Año 1565, vivo en Sursee, una pequeña villa al interior del cantón de Lucerna, desde hace años, nos envuelve el miedo más oscuro que haya experimentado. Somos mujeres de todas las edades, sobreviviendo al norte del cantón cercano al lago Sempachersee.
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Tengo treinta y un años, nací en 1534, dos años después de que mi abuela fuera quemada viva por hablar lenguas demoníacas y usar magia para rejuvenecer su cuerpo, o al menos eso decían. Ella había nacido en 1443 y al morir en 1532, parecía de apenas unos cincuenta años. Para el tribunal civil, esa apariencia solo bastó para sentenciarla, murió entre llamas, sin gritar, con la mirada fija en el cielo, eso es lo que cuenta mi madre.
Nosotras, las mujeres de su linaje, sabemos leer, pero lo ocultamos generación tras generación. Ese don es una marca sagrada que heredamos letra por letra, guardada como serpientes que se muerden la lengua para no ser oídas.
Mi madre nació en 1520 y a los catorce quedó embarazada de mí. Mi padre la abandonó poco antes de saber que estaba en cinta. Criarme no fue fácil, nunca volvió a casarse, y yo tampoco quise hacerlo, y no por falta de pretendientes, sino por una convicción. Por ello, para el pueblo soy una vieja seca, una sombra impropia.
Con mi madre nos dedicamos a remendar ropas, devolviendo vida incluso al trapo más ajado. Nuestras manos tienen una habilidad que casi parece sagrada.
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Ella insiste en que necesito un marido dice que es la única forma de obtener un lugar en la sociedad y evitar ser señalada en estos juicios de brujas que cada vez se vuelven más salvajes, esto debido a la herencia que dejó el Concilio de Trento que se llevó muchas vidas hasta el año 1563, desde entonces la iglesia está presionando fuertemente para eliminar a cualquiera que pudiese estar practicando hechicería y pecando contra Dios.
Por más que pienso que no deseo un hombre, me parecen bestias, corregidores de cuerpos y domesticadores de voluntades.
Soy una mujer con ideas peligrosas, lo sé y no pasará mucho tiempo antes de que mis queridos vecinos comiencen a tramar mi caída. No encajo en su idea de mujer virtuosa, para ellos, soy una afrenta, un escándalo, y en su lógica retorcida, eso debe purgarse.
Una noche, mi madre, angustiada por lo que podría pasarme, enciende una vela en el pequeño fogón de nuestra cocina, murmura palabras en un idioma que no reconozco, luego, en las cenizas, traza símbolos con una rama delgada, sus ojos brillan, hay en ellos una esperanza antigua: la de dejar de temer.
Rocía las llamas con un polvo rojizo y junta las palmas en señal de súplica.
Esa misma noche, alrededor de las tres de la madrugada, despierto de un golpe, estoy fuera de casa, me encuentro en medio del bosque, bajo una luna llena que tiñe todo de un azul fantasmal, giro en círculos, desorientada, buscando entre árboles y sombras una pista para regresar a casa.
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Miro al suelo, hay huellas, avanzo hacia el norte, creyendo que son mías, pero con cada paso, estas se deforman, al principio parecen humanas… luego se alargan, se profundizan, pronto veo garras impresas en el barro, el corazón me golpea el pecho como una roca que intenta quebrarme por dentro, siento miedo, pero no puedo dejar de seguirlas.
El bosque, al inicio, se percibía lleno de vida nocturna; ahora, tras seguir por más tiempo las pisadas, todo quedó en un silencio absoluto.
De pronto, un pitido agudo se clava en mis oídos, caigo de rodillas, me cubro con ambas manos, la sangre comienza a brotar como un hilo caliente, toco mi oreja: es real, el sonido me ha desgarrado, aun así, me levanto, me mantengo en pie con mucho esfuerzo, camino, el paisaje se vuelve niebla, el cielo se tiñe de un rojo antinatural, el aire se espesa me cuesta respirar, mis ojos se nublan.
Una carcajada resuena a lo lejos, no es humana, es el grito burlón de una bestia.
Despierto del trance, corro, debo volver antes del amanecer. Ser hallada en el bosque sería una sentencia de muerte para mí; en este pueblo, lo que no se comprende, se quema.
Mi abuela solía contar que todo comenzó con un libro maldito, el año exacto era incierto, decía que por los años 1400 tal vez, inició una ola de muertes impulsada por el Malleus Maleficarum, un manual para identificar y ejecutar brujas, los líderes religiosos lo usaron prácticamente como una biblia para sembrar el miedo.
— Ahora, un rugido, una exhalación profunda.
Giro a la izquierda, hay un árbol inmenso, sus raíces emergen como si quisieran huir del suelo, su tronco está marcado por garras, me acerco, siento su presencia antes de verla, una silueta oscura que supera los dos metros emerge, veo esa sombra tras de mí, me paralizo, sé que no hay escape, estoy irremediablemente frente a la muerte.
La bestia exhala un vapor que me envuelve la cara, su aliento huele a mirra… y a sangre.
Reúno un valor que no reconozco como mío, me doy vuelta, lo miro directamente desafiante.
Su cuerpo está cubierto de un pelaje negro y denso, tiene grandes pezuñas, sus ojos son amarillos de furia pura y de su cabeza brota una cornamenta inmensa, bañada por la luz lunar, es grotesco y majestuoso al mismo tiempo.
Por un instante, me desconecto de todo.
Me veo sentada en una plaza extraña, rodeada de torres de concreto y luces artificiales. Hay mujeres vestidas como hombres, el cielo oscurece y las estructuras se iluminan, un mundo imposible.
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—Mi nariz sangra, vuelvo al bosque, la criatura sigue frente a mí.
Siento que estoy alucinando, pero lo que veo, no puede ser una mentira. El ser me observa, no ataca, me inclino, apenas alcanzo su mejilla, la toco, su respiración se acelera, estoy congelada, pero no retrocedo, no dejo de ver a sus ojos, no quiero huir, quiero saber.
Él pronuncia: —Et zeb ahg.
Y yo respondo: —Akut eg’t saahg meeht.
No sé lo que significa, pero lo digo con una certeza que brota de mis huesos como si mi alma lo recordara.
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