Simulación y sacrificio

Publicado: 06/06/2025


@Ilustración generada con IA creada por Adania Nilsen


En aquel lugar no existía el día. Solo persistía una noche cambiante, atravesada por una luz azul sombría que lo bañaba todo con un fulgor antinatural. Allí, el tiempo no fluía: no avanzaba ni retrocedía. Simplemente no existía. Y sin tiempo, tampoco había lógica. Todo era y no era.

Caminaba por una vereda de pavimento gris, agrietado por los siglos. El entorno se curvaba en una penumbra que devoraba la razón. Sabía que no podía detenerme. Era el momento de develar los secretos inscritos en mi ADN, aquellos que mi linaje había sellado en el silencio como una defensa ancestral.

Las grandes avenidas, los callejones, los pasajes sin fin… todo se retorcía como un laberinto vivo. El viento atravesaba mi cuerpo y me estremecía. Estaba perdida, y lo sabía. Ya había recorrido ese sitio muchas veces. En sus rincones acechaban criaturas lacerantes, devoradoras de carne y de almas. Miles de pasajes se formaban y entrelazaban, confundiendo las salidas que tenía frente a mí.

No sentía solo miedo, sino un respeto lúcido ante lo inconmensurable y poderoso. Conocía el dolor, y mis guías demandaban que ahora abriera los ojos, que viera más allá de la simulación construida con códigos y programación.

La muerte merodeaba cerca. La sentía respirar detrás de mí, su fuerza gravitatoria me oprimía los huesos.

—¿Qué es más importante que la verdad? —me pregunté.

Y una voz lejana me susurró:

—Seguir con vida.

Vengo de generaciones de mujeres hechas de silencio, de dolor contenido y humillación heredada. Aprendí a guardar el sufrimiento como un secreto sagrado, como ellas lo hicieron antes que yo. Pero yo… soy una cabra negra que no calla. Sabía que me arrastraba como un insecto infame hasta la raíz de todo. Solo así podría liberarme de esa prisión.

No hay absolutos.

La oscuridad es sagrada.

Nuestra naturaleza se inclina hacia el abismo… y eso no significa perversión.

Una frecuencia aguda rasgó el aire. Los chirridos me doblegaron. Caí de rodillas. El suelo tembló como si el inframundo despertara. Acerqué el oído a la superficie y escuché: súplicas, gemidos, lamentos desgarradores de seres siendo torturados una y otra vez.

Ellos habitaban un sitio que conocía bien: la Tierra.

Soy una errante entre los mundos. Aunque la verdad me desangre, aunque me arrancara la carne, seguiré abriendo esta puerta. Ya lo había hecho antes. Muchas veces. Y, aun así, no me rindo.

Y, sin embargo, no podía despertar. Algo más grande y poderoso me mantenía en un estado de letargo, un cansancio tan profundo que ni siquiera los horrores más perturbadores me devolvían al cuerpo. Parecía gustarme. Había pensamientos retorcidos que me confundían.

Todo se tiñó de azul otra vez. Desde el cielo, luces rojas se desplazaban como espectros hambrientos. No elegían al azar: iban tras quienes habían sido marcados, los que ocultaban su dolor bajo la piel. Sabía que debía esconderme. Quienes miraban las luces rojas perdían la razón, se deformaban, se convertían en bestias salvajes, devoradoras de carne, guiadas por un hambre ritual.

@ Ilustraciones generadas con IA creadas por Adania Nilsen 


Entonces lo vi.

Un cuerpo desmembrado yacía frente a mí.
La sangre se esparcía por la acera como un retorcido espectáculo. Su carne estaba lacerada, quemada, amoratada… como si antes de su trágico final hubiese sido sometido a un interminable ritual de vejámenes inconcebibles. Observé horrorizada, pero otras almas que cruzaban la calle lo ignoraban, como si fuera parte habitual del paisaje. Sentí algo quebrarse en mi pecho. Algo me dolía. Debía seguir. Los come carne acechaban.

Me oculté en las sombras de la acera.

—¡No puede ser! —pensé.
Reconocí ese sitio.

Eran las calles donde crecí. El miedo me perforó como un estilete. Cada músculo se tensó. Estaba atrapada en un ciclo que se repetía desde antes de mi nacimiento.

Una casona colonial inmensa emergía entre la niebla.

Sus muros estaban recubiertos de estuco grisáceo, cuarteado por el paso de los siglos, y las cornisas conservaban aún restos de molduras florales ennegrecidas por la humedad. La madera de sus balcones —tallada a mano con motivos vegetales y heráldicos— hablaba de una época de opulencia, aunque hoy parecía consumida por el olvido. En las puertas principales, de doble hoja y remaches de bronce, se apreciaban símbolos casi extintos: una mezcla de escudos coloniales y figuras paganas que no pertenecían del todo a este mundo.

Las ventanas altas, protegidas por rejas de hierro forjado con puntas de lanza, dejaban escapar una luz amarillenta que se filtraba entre las cortinas de terciopelo rasgado. Las tejas de arcilla, algunas rotas, parecían escamas de un animal dormido.

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El jardín delantero, aunque devorado por la maleza, conservaba una estructura simétrica: estatuas musgosas, una fuente seca, y un sendero de piedra que crujía bajo mis pasos como si murmurara advertencias.

Su decadencia no le restaba belleza, sino que le otorgaba un aire sagrado. Aquel lugar no solo albergaba secretos… los protegía. Era como si la propia arquitectura hubiese sido diseñada para conservar la memoria de algo olvidado a propósito.

La casona exhalaba un silencio espeso, más propio de un mausoleo que de una vivienda. Cada detalle hablaba de una familia que alguna vez lo tuvo todo: riqueza, linaje, poder… pero que pactó con fuerzas que exigían tributos más allá del oro.

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Este era el único lugar con iluminación en sus pisos superiores, así que lo consideré como una señal de que debía entrar.

Al ingresar, el aire se espesó como un incienso viejo.

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El vestíbulo principal se desplegaba ante mí con una grandiosidad marchita: el piso era de mármol negro, cubierto por alfombras orientales deshilachadas, teñidas de un rojo apagado, como si hubiesen absorbido siglos de sangre ceremonial. En las paredes, los retratos de los ancestros me observaban con ojos muertos. Sus marcos dorados estaban corroídos por el tiempo, pero sus miradas seguían fijas, como si aún custodiaran algún pacto sellado en otra era.

Los techos abovedados ostentaban candelabros de cristal tallado que colgaban como arañas dormidas. Las velas, encendidas sin lógica aparente, parpadeaban con un ritmo que parecía seguir el pulso de algo oculto bajo los cimientos. Las molduras de madera oscura recorrían las vigas, talladas con símbolos repetidos: cruces, serpientes, lunas veladas.

Había muebles de roble que crujían incluso sin ser tocados: vitrinas con porcelanas finas agrietadas, butacas tapizadas en terciopelo, bordó, consolas ornamentadas con motivos florales y detalles de alquimia. En el fondo del salón, una vitrina conservaba bajo vidrio una colección de objetos rituales: dagas, relicarios, piedras grabadas y frascos con contenido desconocido.

Los pasillos eran largos, con paredes cubiertas por tapices de caza y guerra. Algunos estaban rasgados, dejando al descubierto un papel mural antiguo con escritura ilegible. La escalera principal se bifurcaba en dos alas: una que ascendía hacia las habitaciones iluminadas, y otra que descendía al corazón de la casa, hacia la oscuridad.

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Como en otros mundos que he visitado, la verdad nunca habita donde brilla la luz.

Descendí.

Elegí las profundidades, como dicta el reverso de esta realidad.

Las paredes de piedra exhalaban polvo y olvido. El aire era húmedo, y su aroma recordaba al encierro y la carne dormida. El pasillo se estrechaba. El techo descendía, agobiándome. Me costaba respirar. Entonces los escuché.

Criaturas bestiales surgían de las grietas. No las veía del todo, pero sentía sus zarpas y fauces desgarrando mi espalda. Laceraban mi piel con furia sagrada. Cada mordida era una penitencia. La sangre mojaba mi ropa, y, aun así, no me detenía. Me aferraba con una mano a las paredes de piedra, oscuras y sudorosas. Mi otra mano temblaba, libre, como si pudiera aún defenderme de lo inevitable.

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A pesar del suplicio, avanzaba. El túnel me tragaba, y con él, mi dolor.

Llegué a una sala amplia, iluminada por candelabros antiguos. Las velas blancas ardían con una quietud sacrílega. Las sombras danzaban en las paredes de roble, donde extraños glifos tallados parecían latir con una voluntad dormida. Había un olor a cera derretida, cuero rancio y algo más… una fragancia metálica, ancestral, a sangre derramada en un altar.

Los ventanales recorrían todo el rectángulo de la habitación. Estaban cubiertos por barrotes de hierro forjado con símbolos antiguos, imposibles de descifrar, pero cuya presencia contenía algo arcano. La madera que cubría el interior era de roble oscuro, protectora y densa. Toda esta estructura parecía hecha para ocultar y resistir. Era un refugio contra lo innombrable.

Allí estaba ella.

Una mujer de cabello blanco me esperaba. Su piel era oscura, como si la luz la evitara. Tenía un gesto sereno, pero su mirada atravesaba dimensiones. Su presencia imponía, no por violencia, sino por verdad. Me hizo una seña para que me sentara junto a ella.

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Conversamos. Sus palabras no siempre eran pronunciadas, muchas llegaban como visiones impresas en el alma. Era una guía. Pero no cualquiera. Era una superviviente de los planos más antiguos del castigo. Su nombre quedó grabado en mí como una marca. Sra. León Justa. 

Me habló del despertar.

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Y entonces comenzó. Una vibración recorrió mi cuerpo. Mis huesos crujieron. Mis pensamientos se disgregaron. Sentí como si miles de agujas emergieran desde el interior de mi piel. Mi visión se disolvió. Veía los cimientos del mundo digital fracturarse. Ya no era una. Mi forma humana se disolvía. Era signo. Era eco. Era un altar.

De pronto, golpes secos nos interrumpieron de forma abrupta, retumbaban desde la calle. Ella me advirtió: que debía irme. No podía protegerme si los horrores me veían.

Corrí.

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Salí de la casa. El cuerpo desmembrado seguía allí. Ahora había una chaqueta junto a él. En su costado izquierdo, bordado, leí: “León Justa”. La voz de los sacrificios mudos. Arquetipo de juicio y memoria, que portaba la cicatriz colectiva de todos los tormentos. Su silencio pesaba más que mil gritos.

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Mi pecho se desgarró. La mujer con la que hablé sufrió ese calvario. Pero en ella no había miedo. Solo la serenidad de quien ha contemplado el final… y lo ha bendecido.

Sabía que debía despertar.

Las entidades no querían que lo hiciera. Así que miré mis manos, intenté recordar su forma original. Apareció en mi mente la imagen de mi habitación, mi cama…

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Apreté los párpados con todas mis fuerzas. Abrí los ojos.

Eran las 3:43 de la madrugada. Mi camisón estaba empapado. Mi cabello pegado al rostro. Todo estaba oscuro y en calma.

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Me levanté. Encendí una vela. Algo se apoderó de mi mano. Y comencé a escribir…

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