Sursee 1565 Parte III

 Publicado: 14/06/2025






@Ilustraciones generadas con IA creadas por Adania Nilsen


El juicio de Da’hna Imhof, la continuación

Pese a la abrupta interrupción que Deur’s percibió, decidió ignorarla, como si su orgullo fuese lo más importante, mucho más que limpiar el nombre de Dios. El hecho de que Da’hna lo hubiese rechazado antes nublaba su juicio. Su sangre hervía de furia. A pesar de que, con solo un gesto, podía obligar a la familia Imhof a entregarla, no podía olvidar cómo todo el pueblo había sido testigo de su humillación. La única forma en que su mente retorcida concebía la redención era verla arrodillada, suplicando ser aceptada como su esposa. Pero Da’hna, indomable, prefirió abrazar el castigo… uno tan abismal que parecía diseñado por las propias manos del infierno.

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Aun en medio del suplicio, ella seguía clamando en silencio por la ayuda de la bestia del bosque. Aquella esperanza oscura era el único hilo que la mantenía consciente, no quería pensar en lo que sucedería si se dejaba caer en la inconsciencia.

Todo se tornaba borroso, el cuerpo le ardía, sentía el latido vivo de su carne expuesta en la pierna, desgarrada por la violencia de aquel hombre: un noble envejecido, ajado por el tiempo y por una amargura tan rancia que había fermentado en crueldad. Su padre le había dicho que jamás se había casado, y ahora entendía por qué: su alma estaba podrida y necesitaba que el mundo entero sangrara con él.

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La sangre brotaba con violencia, empapando el suelo. Theo, el verdugo, susurró con urgencia.

—Señor, si queremos que confiese, debemos mantenerla viva, está perdiendo demasiada sangre.

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El monstruo retrocedió con gesto molesto, colocándose con cinismo su asqueroso pañuelo blanco sobre la boca. Ordenó que le hicieran un torniquete, el trapo fue anudado con fuerza y, luego, una botella de alcohol fue vaciada sobre la herida. El grito que brotó de su garganta no fue humano, el dolor la envolvió como un relámpago ardiente… Y se desmayó.

La tortura de la Gota

Despertó con un sobresalto. El sonido insistente de gotas golpeando su cráneo la arrancó del abismo. Un dolor punzante en la cabeza la mantenía en el filo entre el delirio y la conciencia. Todo su cuerpo estaba entumecido por el frío. Seguía atada a la silla, con los brazos dormidos y las piernas semi inertes. Notó que, sobre su cabeza, colgando del techo, había un contenedor metálico que se mecía levemente. Cada cierta cantidad de segundos, una gota de agua fría caía con precisión monstruosa sobre el mismo punto de su frente.
Gota, silencio, gota, silencio.

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El tiempo se disolvía. No sabía si llevaban horas o días torturándola de ese modo, la mente comenzaba a fracturarse, cada gota era como un tambor en el interior del cráneo, el eco acuoso se volvía insoportable, ya no era solo el frío o la humedad: era el ritmo inquebrantable, el susurro líquido del tormento que no descansaba la gota se convertía en juicio, en castigo, en martillo de locura.

Los párpados le pesaban, pero una voz —susurrada, ancestral, inhumana— rompió la quietud.
—Da’hna… no cierres los ojos.

La voz no tenía género ni origen claro, no sabía si era humana, animal o espectral, miró en todas direcciones, pero la oscuridad solo le devolvía su respiración entrecortada.
Los minutos eran eternos, mientras que en otras habitaciones se escuchaban los llantos agónicos de mujeres, como un coro fúnebre, un presagio, eco de lo que vendría. Y, sin embargo… en algún lugar dentro de ella, seguía viva la llama salvaje de la resistencia. La bestia del bosque aún no respondía, ella seguía llamándola, gota tras gota, susurrándole con cada pensamiento desgarrado, con cada latido… con cada negación al sometimiento. Ya no sentía su cuerpo. Solo ese líquido horadándole el alma.
Su cabeza palpitaba con un dolor tan agudo que casi podía oír la carne cediendo bajo cada impacto, el cráneo vibraba, como si en su interior alguien repitiera un conjuro inquebrantable, el frío se había apoderado de su médula, y las voces del exterior —los sollozos de otras prisioneras, los pasos del carcelero, el lamento del viento— eran ahora parte de un mismo murmullo demoníaco que le arañaba los sentidos.

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Y entonces, lo sintió.
No con los ojos, no con los oídos sino con la oscuridad que se abría en su mente quebrada, un susurro se convirtió en presencia, un estremecimiento invisible cruzó el aire rancio de la habitación de una de las esquinas, algo pareció espesarse, palpitar, respirar en tanto el maldito goteo continuaba.
Su mente ya no podía sostenerse sobre ese ritmo, fue arrastrada más allá, hacia el umbral del delirio… y allí lo vio, una silueta colosal emergía de las sombras, su cuerpo era una amalgama entre ramas negras, humo y piel animal, dos ojos antiguos —como carbones encendidos por un fuego imposible— la observaban, había visto esos ojos antes… en sueños, en visiones, en el bosque era la bestia.

El aire se volvió espeso, cargado de un olor a tierra húmeda, mirra, sangre y hueso quemado. Da’hna no sabía si aún estaba en el mundo de los vivos, lo sentía cerca, muy cerca. La criatura no caminaba, flotaba entre planos, se acercaba a ella sin moverse.

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—Has clamado por mí, hija de los exiliados —susurró con voz de raíces astilladas y viento antiguo—. Y ahora vienes a mi rota. ¿Estás lista para renunciar al mundo de los hombres?.

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Da’hna intentó hablar, pero su lengua ahora era de ceniza. Su cuerpo estaba paralizado, no por las ataduras, sino por el vértigo de lo irreal. Su alma deseaba decir sí, pero su razón susurraba que aquello no podía ser real.

—Da’hna… —volvió a decir la bestia, con una dulzura espeluznante y retorcida—. Solo necesitas un gesto… cierra los ojos. Yo haré el resto.
Por un instante, todo en ella quiso rendirse, cerrar los ojos, dejarse devorar por la oscuridad, pero algo, una chispa diminuta dentro de su pecho resistía - No es real, pensó, esto no es salvación es mi mente colapsando, abrió los ojos de golpe el monstruo se desvaneció como un suspiro entre hojas muertas, solo quedaba la gota, una habitación sucia, la herida y la voz, muy tenue, que se despedía en su oído como un eco de lo que pudo haber sido:

—Cuando estés lista para dejar de pertenecerles… yo volveré.

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El carcelero

Y, cada tanto, un nuevo tormento, el carcelero regresaba, nunca hablaba, solo abría la puerta con un chirrido que parecía arrancado de un ataúd, entraba en silencio, se acercaba a su cuerpo atado y con violencia le lanzaba un cubo de agua helada sobre el rostro o le pellizcaba con brutalidad los nervios de los brazos para obligarla a mantenerse despierta.

Nada de dormir, bruja. Nada de soñar —susurraba con voz hueca, como si él mismo ya hubiese olvidado cómo se sentía ser humano.


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El tiempo dejó de tener sentido, no sabía si era de día o de noche, si la luna aún existía, si alguna vez había sentido calor o seguridad, solo estaban ella, las gotas, el dolor y el susurro lejano de la bestia que aún la acechaba desde su mente desgarrada. Tres días, tres días sin dormir, con el cráneo golpeado por agua fría, heridas que no sanaban, músculos entumecidos, oídos llenos de gritos lejanos y, aun así, resistió, resistió el hambre, el miedo, la tentación de cerrar los ojos para siempre, pero el dolor… El dolor era otro lenguaje uno más antiguo, uno más íntimo, el goteo no era ya solo físico, era espiritual, como si cada gota le perforara no la piel, sino el alma, empezó a ver a su madre siendo asesinada entre los muros, a su padre, ardiendo en el infierno del que tanto le habían hablado, la silla se había vuelto parte de su carne no sabía dónde terminaba ella y comenzaba el castigo. Con la voz seca que pronuncia su propia sentencia, habló:
—Quiero… quiero ver al noble… y al señor Grimm. El carcelero la miró en silencio, por primera vez, algo parecido al alivio cruzó su rostro, como si la rendición de Da’hna fuese una melodía largamente esperada, asintió lentamente y cerró la puerta tras de sí con un crujido ceremonial, Da’hna inclinó la cabeza, no era sumisión, no era entrega era una pausa ritual. Luego de unas horas la puerta se abrió con solemnidad, como si el mismo infierno hubiese dado permiso para el siguiente acto, dos figuras cruzaron el umbral: el noble Deur’s, envuelto en su capa bordada con hilos dorados y cruces ennegrecidas, y tras él, el imperturbable Señor Grimm, su mirada siempre hundida en un pozo insondable, como si ni siquiera él estuviese del todo vivo. Da’hna, atada aún a la silla, alzó el rostro ensangrentado, no había lágrimas, solo el desgaste absoluto, era una flor marchita cuya raíz aún se negaba a morir. Deur’s sonrió con esa mueca torcida que confundía el goce con el desprecio, caminó hasta ella sin prisa, saboreando su supuesta victoria.
—Así que al fin has decidido hablar… —dijo, con un tono de falsa misericordia—. El juicio necesita una confesión, una verdad, un acto de humildad ante Dios... y ante mí.
Da’hna asintió apenas, su voz, apenas un murmullo.
—Haré lo que pidan… solo… solo quiero que termine.
El noble se acercó aún más. Acarició su mejilla con la punta de sus dedos enguantados, como si quisiera saborear su ruina; luego se volvió hacia Grimm, quien permanecía estático.
—No basta con decirlo, debe sentirlo —dijo con voz fría, sin mirarla ya—. Llama a Theo.
Grimm asintió y, tras unos instantes, apareció. Su rostro estaba cubierto por una máscara de lino y llevaba en sus manos un pequeño cuchillo de hoja curva, reluciente como un colmillo de luna.
—No es necesario… —susurró Da’hna, su voz quebrándose al fin—. He dicho que confesaré. Haré lo que digan. ¿Por qué más dolor?
Deur’s no respondió. Solo la observó como un niño observa a un insecto atrapado: con fascinación cruel.
—Porque aún no te has arrodillado —dijo al fin, en un susurro cargado de veneno—. Y la penitencia no termina hasta que tu alma esté tan rota como tu carne.
Theo se acercó sin una palabra, tomó su pierna intacta y la sostuvo con fuerza, mientras su otra mano trazaba cortes finos, largos y repetidos sobre la piel, no buscaba matar, buscaba desgarrar con precisión, con paciencia como si cada corte fuese un verso de una oración sangrienta, la carne se abría, la sangre manaba lenta, Da’hna gritó, pero el grito no tenía fuerza, solo un temblor, un eco, una súplica silenciosa al bosque, a la bestia, al abismo.

Y, aun así, no cerró los ojos, porque sabía que si lo hacía… él volvería, la sombra, la bestia, el reflejo y tal vez, en esta ocasión sí aceptaría.

El tribunal impío

El día del juicio llegó con un cielo opaco, sin sol ni tormenta, como si el propio firmamento hubiese decidido no intervenir, en el centro de la plaza de Sursee se había erigido un estrado de madera oscura, adornado con estandartes del Consejo y una gran cruz ennegrecida por el hollín de antiguos fuegos, la multitud se había congregado desde temprano, atraída por el olor de la condena, como moscas hambrientas ante la carne rota de lo sagrado, Da’hna fue sacada de su celda con los pies desnudos, arrastrando las heridas mal vendadas, el rostro cubierto por mechones pegados de sudor y sangre, dos hombres la escoltaban, cada paso suyo era una danza involuntaria entre el dolor y la humillación, la silla en la que fue colocada estaba al centro del estrado, iluminada por antorchas que parecían encenderse solo para hacerla más visible, los murmullos crecían, algunos rezaban mientras que otros escupían.
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En la primera fila, sentados en el banco de los testigos, estaban sus padres, el rostro de su madre era una máscara de devastación, los labios apretados para no gritar, los ojos desbordados, su padre tenía las manos temblorosas sobre las rodillas, sin poder alzar la vista, llevaban el luto de una hija viva, despojada de toda dignidad y junto a ellos, erguido como una estatua sin alma, Axa, su hermano, su expresión era una piedra: ni ira, ni dolor, ni remordimiento tan solo vacío, el mismo vacío que deja el abandono más cruel: el que no se anuncia. Pero no fueron ellos quienes terminaron de romper el corazón de Da’hna en ese instante. Fue Verena; sus manos, entrelazadas sobre su regazo, estaban tan frías que apenas sentía su piel; en apariencia, era la imagen de la obediencia: contenida, respetuosa, neutra.  Pero por dentro, su corazón era el de una criatura enloquecida que golpeaba las costillas como si quisiera romperlas y huir del infierno que se desarrollaba frente a ella, la misma Verena que, en la infancia, le prometió que siempre estarían juntas, la que conocía sus secretos más oscuros con la que había compartido el amor por el bosque y conocimientos prohibidos, ahora estaba allí testigo de su ruina y no hacía nada.

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El noble Deur’s apareció en lo alto del estrado, acompañado por el señor Grimm y un grupo de clérigos y notarios, levantó la mano, el murmullo cesó como una orden divina.
—Hoy juzgamos no solo a una mujer, sino a un espíritu, a una traidora, sierva de lo oculto que ha puesto en peligro la pureza de nuestro pueblo —dijo con voz solemne, casi teatral, que sus palabras se eleven ante este tribunal y si calla, el silencio será la confirmación de su pacto con las sombras, puesto que ya ha realizado una confesión formal.

Todos los ojos se volvieron hacia Da’hna, ella no habló, no porque no tuviera nada que decir, sino porque ya lo había dicho todo con su cuerpo, con su sangre, con su resistencia, solo alzó la mirada hacia Verena y entonces, por un segundo eterno, las máscaras se rompieron Verena parpadeó, sus labios temblaron, pero no se movió y Da’hna entendió, la traición no siempre viene con espadas o gritos a veces, es solo la permanencia en silencio de quien más amas.

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Día anterior: Encuentro de Verena con Deur´s

El día anterior, en los pasillos sombríos del palacio, el noble Deur’s había hecho llamar a Verena; la conversación había sido breve, envuelta en un tono tan pulido como cruel.

—Verena, hija de los impíos, debes saber lo que está en juego. Ella intentó mantener la compostura, pero su voz tembló al replicar.

—No haré nada en contra de Da’hna. Nunca.

Deur’s sonrió, como quien ha oído una inocencia que le da lástima.

—¿Y tu madre, Verena? ¿Recuerdas cómo murió tu abuela?.

Un escalofrío la recorrió, sí lo recordaba, la abuela Wilhelmine, en el 1532 arrastrada por la multitud bajo acusaciones de hechicería, fue desnudada, marcada como animal, ahogada y luego quemada lentamente frente a los ojos de su hija, la madre de Verena, quien después de ello nunca volvió a ser la misma.
—¿Estás dispuesta a que tu madre sufra lo mismo?

—El alma puede sobrevivir al fuego, pero hay métodos más… lentos. No la mataríamos, solo nos aseguraríamos de que jamás puedas volver a verla como antes. Fue entonces que Verena entendió que no tenía elección, que la verdadera tortura no era el dolor físico, sino ver a quien amas ser destruido por tu culpa. Callar era condenar a Da’hna, hablar era entregar a su madre a los perros.

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De regreso al juicio

Y ahora, allí estaba en primera fila, frente a los ojos rotos de su amiga Da’hna la miraba como quien busca una orilla antes de hundirse, pero Verena no se movió, no por cobardía, no por traición, fue por amor, un amor tan trágico que se convirtió en una muerte lenta. El juez dio la orden.
—Que la acusada hable por última vez. Todos callaron, Da’hna se irguió como pudo, su cuerpo se ve tembloroso, la piel llena de heridas mal cerradas, la sangre seca formaba una máscara sobre su rostro, pero sus ojos brillaban con una fiereza que ningún tribunal podía extinguir.
—Sí. Soy bruja. —dijo con voz firme, aunque cargada de una pena infinita—.

Y sí… soy amante del Diablo.

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Los murmullos se convirtieron en gritos, cruces alzadas y maldiciones escupidas como piedras.
—He danzado bajo lunas prohibidas, he hablado con las sombras, he sentido el aliento de la bestia en mi espalda… y no me arrepiento.
Algunos se santiguaban. Otros reían con burla, y el tribunal, frío como el mármol, solo asentía. Deur’s levantó la mano.
—Por sus confesiones herejes, por su entrega voluntaria a las tinieblas, dictaminamos que la hoguera será su redención, que el fuego consuma su pecado y limpie su alma en las manos del Altísimo.

Verena apretó los dientes contra sus labios hasta el punto de hacerlos sangrar, quiso gritar, quiso correr hasta ella, quiso tomar su mano y decirle que no estaba sola, que no la había olvidado, que no la había traicionado… no lo hizo, porque el miedo es un verdugo silencioso y ella, sin cadenas visibles, también era prisionera, Da’hna la miró una última vez no hubo odio en sus ojos solo resignación y detrás de esa resignación… algo más oscuro, algo que Verena no supo nombrar, una semilla, una promesa, una condena que aún no había terminado.

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La noche previa: La nueva aparición de la bestia

La celda olía a metal, sudor y ceniza; las paredes estaban cubiertas de inscripciones hechas por otras mujeres antes que ella, rayas, símbolos, como un eco de resistencia y olvido. Esa noche, no vino el carcelero, no hubo goteo, no hubo interrupción, solo un silencio espeso, como si el mundo contuviera el aliento antes del sacrificio, fue entonces que ocurrió la sombra se deslizó desde la esquina más oscura, no caminó, no reptó, simplemente fue, como si hubiese estado allí desde siempre, esperando que su tiempo llegara. Los ojos de la bestia brillaban en la oscuridad, eran dos carbones ardiendo dentro de una caverna de hueso. Da’hna, aunque agotada, no tembló.

—Has venido.

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—¿Por qué no me salvaste?
—¿Y por qué habría de hacerlo? El fuego no es el fin, es el paso.
—¿El paso a qué?
—A ti misma, a lo que realmente eres, la bestia se inclinó, su hocico se acercó lentamente a su oído.

—Mañana morirás para ellos, pero yo te guardaré en las raíces, en los huesos, en el humo y cuando la carne se haya ido… tú serás libre. Entonces, como una caricia invisible, la bestia dejó algo dentro de ella. No era ternura, ni consuelo, era fuego antiguo, memoria de los bosques, hambre de noche.

La marcha a la hoguera

Cuando despertó, todo seguía igual, la marcha a la hoguera, los tambores comenzaron al alba, no eran festivos, eran tambores fúnebres, cada golpe parecía una sentencia que se clavaba en el corazón de los que aún conservaban un vestigio de compasión. La plaza de Sursee estaba llena. Los niños sobre los hombros de sus padres como si se tratase de un gran espectáculo, los ancianos recitando oraciones con dedos temblorosos, las mujeres apretando rosarios como si fuesen dagas, en el centro, el madero ya estaba preparado, tan alto y firme, impregnado de las cenizas de quienes fueron reducidos antes que ella.

Da’hna fue sacada de su celda con los pies descalzos y las muñecas atadas por una cuerda que le cortaba la piel. Dos guardias la flanqueaban, pero ya no era necesario. Su cuerpo caminaba por inercia, sostenido solo por la voluntad de no caer. La multitud la observaba, algunos con horror, otros con un deseo morboso y unos pocos con lágrimas ocultas.

Verena estaba entre ellos, de pie, hundida entre la gente, nadie sabía que esa mañana había querido abrirse las venas para no ver esto, sin embargo, allí estaba, viendo a su amiga caminar hacia la hoguera, cómo los ojos de Da’hna, enrojecidos por la vigilia y la tortura, no buscaban ya piedad… sino el descanso. La subieron al estrado, le leyeron la sentencia, le ofrecieron rezar a Dios como una última oportunidad de redención antes de su purificación total.

Pero ella no habló.
La ataron al madero.
Y cuando el verdugo alzó la antorcha…

Da’hna cerró los ojos con todas sus fuerzas para jamás despertar.



@Imagen autor EIRrecs -  Fuente pinterest.com


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