𝘋’𝘈𝘣𝘳𝘢𝘹𝘢𝘴 𝘓𝘦𝘷𝘪𝘵𝘪𝘤𝘪

 

@Ilustración generada con IA creada por Adania Nilsen


Caminé lentamente por un angosto y oscuro pasillo. Las paredes parecían respirar. No me atrevía a levantar la cabeza; mis ojos estaban clavados en mis pies. El vestido blanco, tan pesado como una mortaja empapada, restaba movilidad a mi cuerpo tembloroso. En las paredes, los cuadros parecían observarme: todos los iniciados estaban allí, inmóviles, sus ojos atrapados tras el cristal como insectos fosilizados. Algún día —hoy— yo también quedaría fijada en esa galería de condenados.

Llegué al salón principal. Una lámpara colgante se derramaba en cascadas de piedras rojas, un goteo eterno de sangre petrificada. Cientos de máscaras demoníacas giraron hacia mí en perfecto silencio, como si alguien hubiese cercenado la garganta de todos los presentes.

Frente a mí estaba el gran clavicordio blanco. El proceso era simple: debía ejecutar la pieza D’Abraxas Levitici sin errar, sin detenerme.

Me incliné. Sentí mis rodillas crujir como ramas secas. Tomé asiento. Y cuando mis dedos tocaron la primera nota, el aire se desgarró.

El calor me atravesó. Cada sonido se sentía como un filo desde adentro, arrancándome el alma por tiras. No podía llorar. Nadie debía interrumpir la invocación. La audiencia tenía derecho a castigar de la peor manera a quien osara detenerse. Yo no estaba dispuesta a pronunciarla sobre mí. Había soñado este momento cada noche de mi vida.

Toqué con más fuerza. Ganchos de sombra se hundieron en mi espalda. El suelo comenzó a gemir bajo mis pies. Una grieta se abrió bajo el clavicordio; de ella emergió fuego que trepaba por las paredes, arrancando gritos olvidados de la piedra.

El sudor me empapaba, espeso, casi aceitoso. La gravedad misma trataba de arrastrarme al abismo. Me aferré al banco con uñas ennegrecidas. Mis dedos no me pertenecían; se movían solos, danzando sobre las teclas mientras sus puntas se ennegrecían, convirtiéndose en carbones humeantes.

Y entonces, el tiempo se quebró.

Primero, un latido.
Luego, otro.
Lento. Muy lento.

Una presión en el pecho, como si el salón respirara dentro de mí.
Y entonces lo vi: él.

Su cabeza triangular emergió como una sombra absoluta. No tenía ojos, pero sentí su mirada perforarme el cráneo. Tentáculos de piedra negra se alzaban en danzas imposibles, cada movimiento más lento que el anterior, como si la realidad misma se inclinara para contemplarlo. Su piel era obsidiana viva, y su cuerpo no terminaba nunca. No estaba en el salón. Él era el salón.

Los asistentes temblaban, pero no retrocedían. El silencio no era silencio: era adoración.

La sangre empezó a brotar de mis poros, tiñendo el vestido hasta volverlo rojo escarlata. Cada nota arrancaba jirones de algo más profundo que la carne. Pulsos eléctricos explotaban en mi entrecejo, como relámpagos sagrados quemando mi cerebro desde adentro.

Uno a uno, algunos cayeron. El vórtice de sombras que se agitaba bajo él los absorbía, desgarrándolos como polvo. Los demás, inmóviles, agradecían el privilegio de mirar.

Miles de espinas ardientes atravesaron mi piel. Ya no veía nada. Pero cada nota retumbaba en mis huesos como un conjuro grabado a fuego. El abismo iba a hablar. No con voz: con presión, con una marea de fuerza invisible que hacía estallar venas y quebrar dientes.

Los charcos de sangre comenzaron a moverse solos. Se arrastraban como criaturas líquidas y aceitosas, subiéndose por las patas del clavicordio, lamiendo mis tobillos.

¿Hasta cuándo resistiría?

El aire olía a hierro caliente. Símbolos prohibidos comenzaron a dibujarse en mi mano izquierda, incandescentes. Mi piel se abría sin dolor. El clavicordio ardía. Las teclas crujían como huesos frescos. Yo seguía tocando.

Los cuerpos desmembrados en las mesas no eran decoración. Sus bocas abiertas parecían murmurar con cada cambio de acorde.

Y entonces, la última nota llegó.

El mundo dejó de girar.
El sonido se estiró, eterno.
Cada vibración golpeaba mis costillas como martillos.
Mis dedos parecían arder y helarse al mismo tiempo.

Silencio.

Y un estallido seco. No fueron aplausos. Eran huesos golpeando huesos, un crujido coral que me heló el alma. El ser se inclinó, si es que eso puede llamarse inclinarse, y sus tentáculos rozaron el aire sobre mi cabeza. La temperatura bajó de golpe. El fuego no ardía: ahora cantaba.

Me levanté. Apenas veía, pero sentía. Los muros respiraban. Los sobrevivientes temblaban de rodillas, con sonrisas rotas, babeando gratitud.

Retrocedí hacia el pasillo sin dar la espalda.

Pensaba en todo lo que había hecho para llegar hasta ahí.
En los cuerpos que desgarré.
En los huesos que trituré para revestir las teclas blancas del clavicordio.
Cada nota había sido tocada sobre los restos de quienes fallaron antes que yo.

Y sonreí. Pero todo había valido la pena.

Dos figuras vestidas de rojo surgieron del corredor. Me tomaron con cuidado reverencial. Una de ellas colocó su frente en el suelo ante mí; la otra comenzó a cantar, una letanía sin palabras, hecha de puro sonido animal.

Me envolvieron en terciopelo. El mundo olía a sangre seca.

Habían pasado treinta años desde la última vez en que alguien terminó la canción de Abraxas.
Y mientras me arrastraban hacia las cámaras regenerativas, comprendí algo:
la canción nunca había terminado.


@Ilustración generada con IA creada por Adania Nilsen




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Sigue el eco de las sombras.
Allí donde la sangre escribe y el abismo susurra: @adania_nilsen


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