Nuestra voz


La luz que vi no solo se expandió: devoró las sombras, quemó el aire y me obligó a olvidar dónde terminaba mi piel. Pronto, mi cuerpo colapsó como si la gravedad cambiara a cada instante. No sentía las extremidades; el frío reptaba bajo mi carne.

A lo lejos, los gruñidos se retorcían hasta convertirse en palabras antiguas que arañaban el oído. Con dificultad, distinguí una gran puerta: en su marco, figuras demoníacas y una serpiente enrollada parecían moverse bajo la luz parpadeante. Símbolos extraños respiraban. Entonces, una fuerza invisible me arrancó del suelo y me arrastró hacia ella.

Quise gritar, pero mi voz era ceniza. El horror me paralizaba, y aquella fuerza no permitía resistencia. La luz cegadora se abrió a una oscuridad absoluta. Hundí las uñas en el piso para aferrarme, se quebraron, y mi sangre dejó un rastro inútil.

Un golpe seco en la cabeza apagó el mundo. El pitido de mis oídos se extinguió y, por un instante, me sentí feliz ante la certeza de morir.

La oscuridad me tragó, y la fuerza invisible me llevó hasta una habitación iluminada por una luz verde enfermiza. Las paredes de loza blanca, agrietadas, supuraban humedad. El frío me calaba hasta los huesos. Me arrodillé sobre el suelo áspero. Mi cabeza palpitaba como si quisiera estallar; el sonido se comprimía y expandía dentro de mis oídos, presionando hasta doler. Conocía esa sensación desde niña: el preludio de algo terrible.

Un golpe resonó en la distancia. Gritos animales surgieron desde un pasillo invisible. Me puse en pie. A mi lado, una cama angosta con resortes expuestos en un colchón famélico; todo olía a polvo y abandono, como un sanatorio olvidado. Abrí la puerta: un corredor infinito de habitaciones idénticas se desplegó ante mí. Las luces chisporroteaban y morían una por una, dejando una penumbra que se cerraba tras mis pasos.

El suelo, frío y húmedo, me abrazaba los pies desnudos. En las esquinas, manchas frescas de sangre dibujaban mapas sin sentido. Caminé, empujada por un instinto que no era mío, hasta que escuché pasos pesados, cada vez más cerca. El sudor helado me cubrió, el estómago se contrajo con un dolor punzante. Comencé a correr.

Al final del pasillo, una sombra inmensa se inclinaba para caber bajo el techo. Dos ojos como espejos de obsidiana me miraban sin pestañear. Corrí con la respiración rota, las costillas clavándose como cuchillas ardientes en mis pulmones. Llegué a un cruce. A-03 o B-06. Elegí B-06.

Un líquido viscoso cubría el piso. Al mirar, vi que era sangre, tibia, trepando por mis tobillos. La gravedad se volvió un peso insoportable que me aplastó contra el suelo. Las paredes comenzaron a escribir solas, símbolos de un idioma muerto, mientras un canto de invocación vibraba en mi pecho.

Algo me tomó por los tobillos y me arrastró. Golpes, llantos y gritos desgarraban el aire, todos pidiendo auxilio. Les respondí, pero mi voz se perdió en el eco. La entidad estaba frente a mí. Yo, empapada en sangre ajena, apenas podía respirar.

Habló en un idioma imposible —Anaam ki-a gub itiĝu₁₀-zu (𒀀𒈾𒀀𒀭 𒆠𒀀 𒄘 — 𒀭𒋗𒍪)—, y, aun así, entendí: todo lo que aquí pasa es real.

La habitación se volvió negra. Mis pies ya no tocaban el suelo. La voz no sonaba: golpeaba, vibraba en mi carne como un látigo invisible. Decía que todo sucedía a la vez, que el pasado y el futuro eran ilusiones. El hombre, una criatura ciega, solo podía ver una fracción.

El ser se reveló. Cuerpo líquido que mutaba a voluntad: cabeza de diablo rojo con cuernos afilados, ojos amarillos como soles moribundos, torso de serpiente, alas de águila, garras que podían arrancar la vida sin esfuerzo.

—Tal vez estés condenada.
—¿Condenada a qué? —pregunté, aunque la respuesta ya ardía en mi mente.

El ser sonrió con una boca que no existía.
—A ser nuestra voz… en todos los mundos.

Y fue entonces cuando comprendí que ya era tarde, el ya estaba hablando a través de mí. Desde ahora usará mi lengua.

 “Gracias por adentrarte en la penumbra y prestar tu voz a este eco. Ahora, una parte de ti ya pertenece a nuestra voz.”

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