La luz azul

 

@Ilustracion generada con IA creada por Adania Nilsen.


Las luces que se arrastran allá arriba —algunas blancas, otras rojas— no titilan: acechan. Pulsan como ojos antiguos, como si llevaran eones fijos sobre mi carne, vigilando cada grieta de mi alma. Desde niña creí que yo no había nacido aquí. Que provenía del cielo o de lo que hay más allá de él, de un útero estelar donde la luz se descomponía en lamentos. Este mundo áspero, de huesos saturados de cansancio, que jamás me perteneció.
Por las noches, sin conciencia, caminaba dormida hacia el patio trasero. Al abrir los ojos, mi cuerpo estaba inmóvil bajo la luna llena, desorientado, como si el sauce llorón —esa criatura vegetal y espectral junto a la verja oxidada— me hubiese llamado por mi verdadero nombre.

Algo vive dentro de mí. Se agita como un animal herido, una larva que carcome desde adentro. Me retuerce las vísceras con garras invisibles, arrancando pedazos, hasta dejarme derrumbada sobre las sábanas empapadas, temblando en fiebre. El dolor ya no es una sensación: es un dios menor que me posee.
Tumbada bocarriba, continúo observando el firmamento desde mi cautiverio, con los ojos enrojecidos y aguados, imaginando que cualquier otro lugar, incluso el inferno de los antiguos, sería más clemente que esta tortura lenta y silenciosa que se lleva mi cuerpo.

A veces los susurros llegan. No tienen cuerpo, pero sí intención. Se arrastran dentro de mi mente como cuchillas en aceite caliente. Me inoculan los sueños para amortiguar el grito de la piel desgarrada. En esos sueños cruzo mundos, escucho lo que nadie debería oír, recibo señales que no tienen idioma humano. A veces escribo. No por voluntad, sino porque si no lo hago, desapareceré más rápido.

Uno de esos recuerdos se incrustó con violencia en mí: una luz azul que descendía por la ventana. El cuarto se transformaba en una fosa; parecía que las paredes respiraban y absorbían el aire. Esa noche la luz no se disipó: se condensó, se hizo más fuerte, pulsante, como si pariera algo desde otra dimensión.

Y entonces vinieron ellos.

Altos. Inhóspitos. Con piel grisácea que parecía hecha de ceniza compacta. Sus ojos… no eran ojos: eran vacíos. Fisuras negras que no reflejaban luz, sino que la devoraban. No caminaban. Flotaban, como pensamientos oscuros.
Vi cómo se abalanzaban sobre mi padre. Lo tomaron por el cuello con una frialdad quirúrgica, le ataron las manos como a un animal para sacrificio y lo empujaron contra el suelo. Dormía. Profundamente. Indefenso. Mi hermana también dormía. Fue arrastrada como un muñeco vacío hacia sus dedos extendidos, demasiado largos, demasiado delgados.

Yo estaba despierta.

Grité. Me desgarré la garganta, quedé con la voz rota de tanto suplicar que despertaran. Nadie lo hizo. Las criaturas emitían un zumbido grave, invertido, como un cántico fúnebre que resonaba directamente en el cráneo. Quisieron dormirme también. Me invadieron con náuseas, con vértigos, con un frío que se clavaba en lo más profundo de la cabeza. Pero no cerré los ojos. No pude. No quería. Quería salvarlos. Mi cuerpo resistió, pero fue en vano.

La luz azul nos tragó. Nos elevó sobre la casa como una lengua impía, aboliendo la gravedad, desnudando las leyes que nos mantenían en este plano.

Al amanecer, todo era estático. Ellos se habían olvidado. Yo no. Yo sigo recordando. Cada segundo, su imagen y ese hedor emanado de su piel.

Después de esa noche, las visitas se hicieron frecuentes. No siempre lograba recordarlas; sin embargo, mi cuerpo sí. Me lo decía el dolor. La presión comenzaba en la nuca, luego un zumbido agudo, casi metálico, me perforaba los tímpanos. Todo se oscurecía. El cuerpo flotaba. Perdía peso. Perdía voluntad.

Los años que siguieron fueron un desfile de dolores, cicatrices sin causa, ausencias en mi memoria y visiones que nadie más compartía.
Y el cielo… ese cielo maldito… seguía llamándome.
No como promesa.
Sino como una maldita sentencia.

Ahora, cuando el dolor me arrincona, las memorias se agitan como insectos detrás de mis ojos. La carne me arde como si una lengua infernal me lamiera los huesos desde adentro. Ellos regresan. Ellos nunca se han ido. Sus voces se filtran por mis oídos, me nombran en una lengua ajena, primigenia.

Y escribo.

No para recordar.
Escribo para sellar.
Pero sé que es inútil.

Ellos ya están adentro.
Anidan bajo mi piel, entre mis costillas, beben mis sueños, mastican mis pensamientos. Cada palabra que dejo en esta página es un umbral.
Cada frase es un pacto no firmado.
Cada punto final, una grieta.

Y sé que pronto… cuando esta historia termine… vendrán también por ti.



@Ilustracion generada con IA creada por Adania Nilsen.



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