Nuestra voz
La luz que vi no solo se expandió: devoró las sombras, quemó el aire y me obligó a olvidar dónde terminaba mi piel. Pronto, mi cuerpo colapsó como si la gravedad cambiara a cada instante. No sentía las extremidades; el frío reptaba bajo mi carne. A lo lejos, los gruñidos se retorcían hasta convertirse en palabras antiguas que arañaban el oído. Con dificultad, distinguí una gran puerta: en su marco, figuras demoníacas y una serpiente enrollada parecían moverse bajo la luz parpadeante. Símbolos extraños respiraban. Entonces, una fuerza invisible me arrancó del suelo y me arrastró hacia ella. Quise gritar, pero mi voz era ceniza. El horror me paralizaba, y aquella fuerza no permitía resistencia. La luz cegadora se abrió a una oscuridad absoluta. Hundí las uñas en el piso para aferrarme, se quebraron, y mi sangre dejó un rastro inútil. Un golpe seco en la cabeza apagó el mundo. El pitido de mis oídos se extinguió y, por un instante, me sentí feliz ante la certeza de morir. La o...